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alteraciones del psicosoma

Apuntes para reinventar lo ficcionado (o interpretar lo ficcionable)

El lector y su encuentro con la escritura

 

 

 Los lectores y sus respuestas al texto

El proceso de creación parte siempre de una inquietud personal; ya sea porque observamos los hábitos de personas cercanas a nosotros, o porque nos imaginamos a nosotros mismos como generadores de algo especial: una canción, una pintura, un poema, un cuento o incluso una película. Yo quisiera enfocarme en la cuestión textual, que es la que conozco, y me gustaría hacerlo contándoles un poco sobre mi propia experiencia al respecto. Varias veces me han preguntado cómo y por qué me acerqué a la escritura, y si eso me hace feliz. El recuerdo más lejano que tengo de ello es cuando era niña y cursaba el tercer año de primaria. En la escuela teníamos un periódico donde podíamos compartir pequeños textos: poemas, cuentos y alguna experiencia especial sobre nuestra vida en familia.  Creo que sin saber exactamente cómo se construye una historia, me animé a contar una de las pequeñas aventuras que mis hermanos y yo teníamos en nuestras visitas cotidianas al parque cercano a nuestra casa. Aunque no tenía la noción de la escritura como un oficio en esa época, sí me era cercana la idea de que podía elegir el libro que quisiera y encontrar personajes y lugares, sobre todo lugares raros, desconocidos, parecidos a lo que imaginaba o soñaba. Desde ese entonces tenía la predilección por los sucesos inexplicables, por la sensación de miedo y extrañeza que me producía saber, por ejemplo, que había niñas con sólo uno o tres ojos, o que se podía ir peinada y no peinada, o que existía un planeta habitado sólo por un pequeño príncipe y una flor.

 

Conforme fui creciendo, mi afición a la lectura era cada vez más fuerte, hasta tal punto que en ocasiones dejaba de cumplir con las tareas de matemáticas porque sabía que mi castigo sería irme a la biblioteca de la escuela durante el recreo, para ponerme al corriente. Ahí fue cuando descubrí la cantidad de temas, autores, tamaños y formas que puede tener un libro: no todos eran pequeños, con letra grande y dibujos, y no todos contaban historias en las que sucedían cosas extrañas en mundos ajenos al nuestro; descubrí,  por ejemplo, los libros de ciencias, de física, de química, de historia y de biología que los profesores consultaban no sólo para dar las clases, sino, supongo que para sus estudios personales o profesionales. Más adelante, durante mis estudios de preparatoria, la asesoría de mis profesores de literatura y filosofía fue esencial  para ayudarme a entender que mi gusto por el lenguaje y la facilidad para la buena ortografía y la comprensión lectora podía potencializarse si me dedicaba al estudio de la lengua y la literatura. Ahí fue cuando supe que existía esa carrera, pero la identidad de la gente que escribía todos los libros que había estado leyendo durante todos esos años seguía siendo un misterio para mí. Yo entré a la carrera de Letras Hispánicas porque quería saber de dónde provenía el lenguaje que usamos ahora, y sobre todo, para leer de forma sistemática las obras que conforman la historia de la literatura hispanoamericana. Fue hasta que estuve en la universidad y que empecé a leer sobre las biografías de estos autores y de otros de distintas partes del mundo que llamaban mi atención, que entendí cómo es que la escritura se puede convertir en un oficio, y cómo, para ello, es indispensable tener un gran amor por la lectura y el lenguaje. Sin embargo, también descubrí que los estudios universitarios no están enfocados en desarrollar la escritura creativa, a menos que se tenga la fortuna de contar con talleres y cursos especializados en ello, o que haya profesores interesados en fomentarla mediante la propuesta de escritura de ensayos literarios como parte de la calificación en clase.  Estudiar literatura me ayudó para comprender las maneras de identificar y acercarse a un texto, ya sea para analizarlo o sólo para disfrutarlo. Y creo que ello fue posible después de entender que un texto sirve principalmente para dos cosas: para comunicar y para expresar, ya sea ideas, sentimientos, dudas, deseos, opiniones, sueños, etcétera; todo lo que forma parte de nuestro imaginario abstracto y concreto, es viable a través de la palabra. Lo importante es identificar qué se quiere y para qué se quiere decir, pues a partir de ello elegiremos las herramientas necesarias para lograrlo. Por lo general, si sólo necesitamos comunicarnos a un nivel básico y cotidiano, usamos el lenguaje oral y corporal, pero si lo que queremos es plantear una idea con estructura o intención creativa, necesitamos conocer y usar el lenguaje escrito, cuyos secretos van más allá del sujeto, verbo y predicado. Estos secretos hablan de aquello de nosotros mismos que encontramos en un cuento, un poema, el personaje de alguna novela o una obra de teatro e incluso en un ensayo; de eso se trata el acercamiento a la lectura y su disfrute: de identificarnos, de vernos, de leernos en las palabras que alguien más ha escrito; de saber que muchas veces, cuando creemos que no hay respuestas a nuestras incógnitas, y que parece que nadie más que nosotros entiende lo que sentimos, imaginamos o nos preguntamos, resulta que existe alguien más, en la misma ciudad o al otro lado del mundo, que elabora, a través de su propio mundo lingüístico y estructural, un mapa a partir de la escritura para que podamos situarnos y encontrarnos, ya sea como individuo o como sociedad. Necesitamos hablar del amor, de la muerte, del misterio, de la violencia, de las entidades que habitan diversos mundos imaginarios, y que no están tan alejados de la realidad, de las pérdidas, de lo que convulsiona al mundo social y al mundo interno de cada uno de nosotros. Todo ello se encuentra, desde que el hombre descubrió su innata habilidad para narrar, en los textos literarios de todas las culturas. Pero antes de adentrarse en el estudio o la creación de ellos, es importante comprender la diferencia entre los tipos de textos que existen. Como mencioné antes, ello está determinado por la función que cumplirán; es decir, por la intención con que fueron hechos. Digamos que nuestra necesidad de comunicar tiene variantes que dependen de lo que queremos decir: hay textos informativos, explicativos, descriptivos y narrativos. Los primeros suelen usarse para cuestiones periodísticas, científicas, filosóficas, religiosas o estadísticas, pues su función es la de otorgar datos concretos, teóricos, específicos y relacionados con una realidad inmediata, mientras que los segundos son los que sirven para construir mundos donde la poesía, el cuento, la novela y el ensayo literario parten del imaginario personal de su creador. El ensayo, en particular, es uno de los más libres en el sentido de que en él pueden convivir todos los anteriores, pues su objetivo es plantear y desarrollar una idea, que a su vez puede enlazar con otras ideas y tipos de lenguajes. Ahora bien, si lo pensamos un poco, todos, desde que aprendemos el abecedario y las reglas gramaticales y ortográficas, vamos practicando la escritura a distintos niveles y con distintos objetivos. Conforme vamos creciendo y nuestras necesidades académicas y personales se van enriqueciendo y haciendo más complejas o se van enfocando hacia determinados rumbos, el uso del lenguaje se va especializando; va tomando forma de acuerdo con lo que queremos decir o necesitamos expresar. Quizá en estas necesidades se definen los tipos de lenguaje que elegimos para comunicarnos: por lo general, la expresión de un deseo o sentimiento va de la mano con la poesía, y el acto de decir, el narrar, hablar de un suceso determinado, se relaciona con la narrativa. Es una forma muy burda, tal vez, pero muy sencilla de comprenderlo de manera inmediata: empezamos a escribir para aprender las reglas y la estructura que constituyen a nuestro idioma, para descubrir cómo suenan las letras cuando se juntan formando sílabas, y después las palabras, y más adelante, las oraciones. Aquí es cuando comienza la gran diferencia del uso del lenguaje, cuando la escritura cobra una dimensión ajena a los fines prácticos o académicos y se convierte en una herramienta creativa.

 

Cómo se forma un escritor

Hay dos tipos básicos de escritura que podemos identificar en la vida cotidiana: aquello que se nos pide de manera expresa en la escuela [resúmenes, ensayos, controles de lectura] y aquello que hacemos por puro gusto. Es importante notar la diferencia en estos tipos de escritura para comprender que cada uno exige un tipo de lenguaje distinto, pues nunca debemos olvidar que el objetivo primordial de todos ellos es comunicarnos y darnos a entender. Por eso existen los códigos lingüísticos, los cuales hay que aprender a identificar y usar en el ámbito que corresponde. Digamos: sabemos que para hacer una tarea escolar hay que cumplir con ciertos requisitos, no sólo en el contenido que se abordará, sino en la forma en que se redactará: debe ser claro, conciso y demostrar que uno comprendió el tema que está desarrollando; no simplemente se trata de copiar lo que alguien más ya escribió al respecto, sino de dar un punto de vista propio. Sabemos también que para comunicarnos con nuestros amigos y familiares existen otros medios que quizá no exigen las mismas reglas de escritura, pero sí un mínimo sentido de entendimiento. Por ejemplo; hoy en día, gracias a los teléfonos celulares y las redes sociales, hemos visto, quienes crecimos notando la aparición y el uso de estos medios, cómo ha cambiado la noción comunicativa a través de ellos. Yo recuerdo que empecé a usar el celular para escribir mensajes de texto, pero había cierta restricción de espacio en ellos y se hacía más costoso, o muchas veces no entendía lo que alguien me enviaba porque no sabía activar los acentos o los signos de puntuación en su teclado, y terminaba llamándole a esa persona para saber exactamente lo que me quería decir. Supongo que debido a esta restricción de la cantidad de texto fue que empezaron a usarse otras formas de escritura en las que se eliminaban letras o se inventaban palabras; ha habido un fenómeno de aglutinación de lenguaje que ha evolucionado hasta ser sustituido por emojis, fotos, videos y gifs que han cambiado el sentido comunicativo. Sin embargo, aunque hay una noción de juego y de inmediatez en el uso de estos elementos  y de la constante publicación de post en las redes sociales, me parece que es clara la diferencia del sentido lingüístico que ocupa en la vida cotidiana. Lo que me inquieta, por ejemplo, es notar que en las publicaciones de Facebook y twitter, la gente ha perdido o ha olvidado cuál es la estructura básica de la escritura. Dirán acaso que son plataformas de diversión y esparcimiento, de “puro cotorreo social”, si se quiere, pero aun pensando en estos medios como un juego, es importante no normalizar los errores gramaticales u ortográficos que pululan en estas publicaciones. Es impresionante cómo la gente piensa que el acto de escribir implica una gran complicación, cuando, en realidad, la mayoría escribe todos los días, a todas horas, a través de estos medios, o en el whatsapp, o en el Messenger o en N cantidad de plataformas y dispositivos. El problema de escribir mal, supuestamente porque sólo se escribe por convivir, es que será cada vez más difícil identificar el error y corregirlo si se justifica diciendo que la publicación tuvo cientos de likes. Se dirá, acaso, que la frase se entendió y que eso es lo que cuenta, pero… ¿se entendió, de verdad, en sentido estricto, o el cerebro hizo un ejercicio de interpretación y corrección para comprender lo que esa frase quiso decir? No hay que olvidar que la ortografía mejora o empeora gracias a nuestro nivel de retención en lo que leemos. Si constantemente vemos una palabra mal escrita, pero aprobada por el consenso público, terminaremos creyendo que no hay error en ella y la empezaremos a escribir así. Sin embargo, no tomamos en cuenta que hay una gran cantidad de gente que sabe que esa palabra está mal escrita y cuando la lea en un mensaje o publicación en donde la usemos, no sólo no entenderá qué estamos diciendo, sino que le hará pensar que no tuvimos el suficiente cuidado para notar el error… Y, ¿alguna vez hemos pensado en el trasfondo que todo ello conlleva? Tener mala redacción o mala ortografía cuando uno tiene preparación profesional implica una falta de atención o problemas de enseñanza y aprendizaje; implica también malos hábitos de lectura o deficiencias en el proceso de comprensión y retención lectora, pero sobre todo, implica un descuido personal al momento de escribir. Insisto en que todo depende del ámbito, de con quién y para qué nos estamos comunicando, pero insisto también en que nunca se debe olvidar que el lenguaje, sus estructuras y sus reglas tienen una razón de ser y una potencialidad enorme para ser explotadas. Escribir bien en las cuestiones básicas de la vida es el primer paso para dedicarse a la escritura creativa. Cuando uno puede escribir respetando la sintaxis y una ortografía básica, puede dedicarse de lleno a explorar otros modos de escritura en los que, paradójicamente, se puede jugar y romper estas estructuras. Aquí es cuando se cumple el clásico “conocer una regla para romperla”: la noción creativa de la escritura permite explorar el lenguaje en todos los sentidos posibles para dotarlo de múltiples significados e incluso reinventarlo. Pero hay que tener mucho cuidado al jugar con ello, pues si no se nota esta intención y trabajo constante sobre un proyecto específico en el que se apueste por esta clase de experimento, será muy fácil confundirlo con un error. Experimentar con el lenguaje implica crear nuevos paradigmas lingüísticos que funcionan con sus propias reglas dentro del universo literario, pero hay que ser muy claros y determinantes con ello, y usarlo sólo en ese contexto para que su sentido conserve ese significado. Por supuesto, no todo escritor tiene que ser un experimentador del lenguaje. La verdadera experimentación radica en la habilidad de hacer creer al lector que existe aquello que se nombra y se describe, aquello que se propone como una posibilidad de existencia alterna al mundo que conocemos. El trabajo del escritor es proponer una realidad que funciona con sus propias reglas; sin embargo, es importante que el lector esté dispuesto a establecer un pacto de credibilidad cuando entra en contacto con el texto, pues de otra forma, se crea una barrera de resistencia entre uno y otro. Además, el lector debe estar dispuesto a dejarse guiar por la cadencia y la estructura del texto dependiendo del tipo de género al que pertenezca: si es un poema, constará de estrofas cortadas en versos con sílabas contadas y rimadas, o libres, como se usa hoy en día. Si se trata de un cuento, la historia estará concentrada en uno o dos personajes, y la resolución del conflicto no presentará las complicaciones o extensiones que suelen encontrarse en una novela, donde siempre habrá varios y distintos personajes enlazados por uno o más conflictos. Como mencioné antes, el tipo de texto determina el tipo de lenguaje que usará el escritor: cuando trabaje sobre un poema, abundarán palabras que remitan a una sensación o a una imagen, por lo general, con la intención de describir lo que siente, piensa o recuerda. La riqueza de la poesía radica en que con pocas palabras se puede evocar una imagen o un pensamiento, ya sea en poemas tan breves como los haikús o en poemas de largo aliento, como Muerte sin fin. Por otro lado, cuando se hace narrativa, el escritor tiene la posibilidad de explayarse usando párrafos para focalizar sus ideas en torno a los personajes y los sucesos que quiere plantear. Su herramienta estructural es la prosa, y puede mezclarla con la poesía para hacer énfasis en determinados aspectos de lo que está narrando, ya sea para describir un paisaje, un ambiente, o el estado de ánimo de alguno de sus personajes. Un escritor siempre siente que tiene algo que decir, y por eso escribe: quizá lo que un escritor tiene que decir no sea muy distinto a algo que se nos haya ocurrido a nosotros; la gran diferencia está en cómo lo dice, en el tipo de palabras que elige para decirlo y la forma en la que las va acomodando unas junto a otras, de tal manera que su voz vaya tomando ritmo y fuerza que destaquen entre otras escrituras. Es así como se forja la identidad y el estilo literario, pero ello sólo se logra con un trabajo constante y comprometido que dura toda la vida, porque una vez que se empieza a escribir, es muy difícil dejarlo si en realidad es un oficio y no un hobby o una ocurrencia para estar a la moda. Para quien escribe, la escritura es su forma de comunicarse con el mundo y de expresar su manera de percibir y de entregarse a él y a los otros. Se empieza a escribir porque hay algo que nos inquieta, que nos abruma, que nos emociona, que nos persigue y que queremos compartir con otros a quienes sabemos que podrían identificarse con todo ello. Diría también que la escritura como ejercicio creativo se desarrolla de forma natural cuando hay manera de integrarlo a la vida cotidiana; cuando se le reconoce como una herramienta para expresar lo que de otra forma no se puede decir, y sobre todo, cuando hay un interés genuino por hacerlo. Es importante identificar este interés en los alumnos para apoyarlos y orientarlos de la mejor manera posible, ya sea recomendando lecturas o proponiendo talleres mediante los cuales puedan desarrollar este ejercicio. Todos somos capaces de generar textos literarios, pero necesitamos alguien que funja como guía para señalar nuestros aciertos y errores; para ayudarnos a plantear el camino y el lugar al que queremos llegar. Una vez que se asume la escritura como oficio, es indispensable determinar un proyecto y un cronograma de trabajo que implique el avance, la revisión y la corrección del mismo, pues difícilmente se logrará un buen texto a la primera. Además, y quizá igual de importante que la disciplina para escribir, lo es el hábito de la lectura diaria. Un escritor que no lee es como un albañil que no sabe usar la pala, el martillo y el cincel. La escritura y la lectura siempre irán de la mano: en principio, porque leer otorga un aprendizaje de estructuras, ortografía y uso del lenguaje, pero también porque si no leemos lo que se ha escrito antes y la manera en la que se ha hecho, repetiremos temas y formas creyendo que estamos inventando algo nuevo.

 

El juego y la escritura

Dentro de la narrativa hay un género de gran tradición que suele identificarse con autoras más que con autores por el hecho de ser intimista y muy personal. Me refiero al diario, un ejercicio que hace años era considerado un hábito cotidiano entre niños y adolescentes y que hoy en día ha sido transformado en una plataforma de intercomunicación masiva como lo es el Facebook. Por supuesto, hay muchas distancias que guardar en esta comparación si tomamos en cuenta que la escritura de un diario implica una especie de confesión con uno mismo, una especie de reflexión en torno a tal o cual suceso significativo y un proceso de autodescubrimiento constante. Sin embargo, como ejercicio escritural, yo recomiendo tomar en cuenta la riqueza literaria implícita en él cuando se hace con esa intención. Cuando leemos, por ejemplo, los diarios de artistas y filósofos, se nos otorga la posibilidad no sólo de conocer sus hábitos cotidianos más nimios [qué desayunaron, a qué hora se levantaron, cómo es el clima esa mañana, qué planes tienen para el día], sino una gran cantidad de notas y procesos creativos sobre algún proyecto particular, así como su perspectiva en torno al contexto social, político, cultural e histórico del momento. Escribir sobre uno mismo, visualizarse como personaje y jugar con las posibilidades de ser otro en realidades en las que nos encantaría habitar, es un gran inicio para agilizar nuestra habilidad en la creación de personajes: cuando somos capaces de inventarnos otro rostro, otra forma, otro cuerpo, otra historia, descubrimos que podemos dar vida a los seres que queremos crear para que sean los pobladores de nuestro propio mundo e incluso universo.

 

Escrituras, reescrituras y creación literaria

Como mencionaba antes, por lo general empezamos a escribir cuando algo nos inquieta, nos impresiona, nos obsesiona, nos asusta y parece instalarse en nuestra mente y nuestros recuerdos. Se puede tratar de alguna experiencia que nos haya dejado una marca significativa, o de algún sueño recurrente; incluso nuestras impresiones al escuchar cierto tipo de música o después de haber visto ciertos dibujos, pinturas y películas puede detonar nuestro impulso creativo. Por supuesto, empezar siempre resulta complicado incluso para quienes nos dedicamos a la escritura de manera cotidiana. Es ahí cuando hay que enfrentarse y luchar contra la famosísima “página en blanco”, que no es más que una etapa de bloqueo o dificultad para iniciar el proyecto que nos proponemos. Sin embargo, existen diversos ejercicios para agilizar el proceso creativo, muchos de ellos, encaminados a despertar el lado lúdico y a potencializar el lenguaje. Se puede empezar con algo tan básico y divertido como cambiar el final de alguna historia conocida, o intercambiar el destino de los personajes [digamos que en el cuento de Caperucita roja, es ella quien termina devorando al lobo y a la abuela]. También se puede acudir a la escritura automática o a la libre asociación de ideas y palabras para empezar a soltar la mano y la imaginación. Sabemos que el uso de estos ejercicios era común en los dadaístas, los surrealistas y otros autores de vanguardia, y que poco a poco, a través de los años, se han ido sumando a  múltiples prácticas implementadas por escritores que han dedicado parte de su vida a coordinar o impartir talleres. La forma más práctica y común para empezar a escribir es a partir del diario, como lo mencionaba antes; pero puede tratarse de un diario que consigne las actividades más relevantes del día, o, si resulta más interesante, un diario de los sueños que uno recuerde con más nitidez. Al dedicarle un par de horas al día a este tipo de escritura, se irá desarrollando no sólo el hábito, sino también la necesidad de escribir, y entonces habrá que plantearse un proyecto específico: un conjunto de poemas o historias, o un gran historia que conforme una novela; también, si hay un interés por relacionar temas teóricos o académicos con un desarrollo literario, podría alentarse el espíritu ensayístico o cronista de cada uno.

Se dice por ahí que un escritor siempre está  maquinando historias, y aunque suene algo exagerado, puedo decir que es cierto si tomamos en cuenta que cuando uno se dedica a escribir, se especializa en observar todo lo que sucede a su alrededor, pues a partir de ello podrá adquirir elementos para caracterizar a sus personajes dependiendo del tipo de lugar, tiempo y espacio en el que los sitúe. Por ejemplo, cuando vamos en el transporte público, a veces es inevitable escuchar las conversaciones entre la gente o darse cuenta cuando alguien va triste, enojado, con prisa, alegre, o preocupado. Todas estas impresiones que parecerían no tener importancia, en realidad son detonantes para que nuestro cerebro creativo empiece a funcionar a partir de preguntas básicas: de dónde viene esta persona; a dónde se dirige; habrá desayunado o no; por qué se le habrá hecho tarde; se habrá enterado de alguna mala o buena noticia; trabajará o estudiará, o estará buscando alguna de las dos opciones; tendrá pareja, hijos, familia; será de esta ciudad o vendrá de otra, incluso de algún otro país; etcétera. Las posibilidades son infinitas, justo porque conocemos sólo una parte de una narración que en apariencia no existe, pero que fue trazada desde que nos cruzamos con tal o cual persona. Es como si todos fuéramos actores de una sola historia cuyos personajes se entrecruzan todo el tiempo, formando microhistorias, y dependiera de nuestras acciones el rumbo que cada una de ellas tomará. Ésa es la labor del escritor: decidir, a partir de pequeñas acciones, el destino de todos sus personajes y transmitir las sensaciones y las atmósferas que éste percibe, al lector. Si el lector no logra visualizar y creer lo que está narrado en el texto, el escritor ha cometido alguna falla en el planteamiento de la historia o en la descripción de sus personajes. Cuando escribimos, es importante estar conscientes de que es verdad que ya todo se ha escrito, pero que somos capaces de aportar una nueva visión en la manera de hacerlo, y que al final, quien dará vida a nuestras ideas e imágenes, será el lector, pues todo lector es un escritor en potencia.

Mover los astros

 

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Poner en juego el bien y el mal, la ley que rige el universo, un universo en donde no hay una sola materialidad, sino una cantidad inmensa de existencias posibles, es lo que el lector habrá de hacer al convertirse en el explorador que busca este libro.

Una novela sobre mundos fantásticos, sí, pero ¿qué mundos y qué tan fantásticos, o fantásticos en qué sentido?, habrá de preguntarse quien lea el lema que acompaña a Efecto vudú*, cuya enigmática portada suscita una idea oscura sobre los personajes que ahí habitan. Sin embargo, en este caso lo fantástico no obedece a una sola definición; acaso, la transgresión de los límites de lo natural y lo sobrenatural sea el modus operandi, las reglas que Édgar Omar Avilés plantea para cada uno de los territorios en los que sus personajes deben encontrar la manera de sobrevivir.

¿Quién suele pensar en el origami, por ejemplo? ¿Y a quién se le ocurriría relacionar el significado de esa palabra con la idea de expansión, doblez, línea y arruga que constituye también el destino no sólo de un individuo, sino del cosmos entero?

¿Qué fuerzas, qué universo, qué ley rige a qué mundo? Si nos ponemos a pensar un poco sobre las cantidades de universos y soles y leyes que nos rodean, que nos preceden y se desarrollan de manera paralela a la nuestra, sabremos que sería imposible delimitar nuestro cambio de visión incluso hacia un punto de fuga en el infinito. No hay límites conocidos sobre aquello que vemos y mucho menos sobre lo que no percibimos con nuestra visión humana. Y sobre estos límites, que figuran a líneas y dobleces en un gran pliego de papel que podría ser el universo, es que se desarrolla una historia múltiple, como lo son las posibilidades de doblar y desdoblar ese inmenso papel. El cosmos que plantea Édgar Omar Avilés en esta novela es un entramado de tiempos y materialidades, de leyes que hablan de la naturaleza pero también del instinto mágico innato del ser humano y de cualquier otra entidad viva: la capacidad de invocar a lo desconocido y de darle poder con el canto y la palabra. Porque qué es una oración, un embrujo, un rezo, un lema, sino un encadenamiento de palabras y sonidos que llevan un ritmo, que imantan a quien lo escucha ejerciendo un poder mesmérico en la voluntad y en el presagio:

Papa Legba, con el universo a mis pies, Damballah, modifiquemos el pasado, Mama Wánga, movamos los astros. Soy tuya y eres mío, Grand MaÎtre Nzambi. Zarabanda, vudú Cósmico para Ychi, Inôssi Mucumbe, que pague la humanidad, Kalunga, por mi error de convertir a Ychi en zombi, Barón Samedi, para que nunca ocurriera la desgracia. N’ganga, vudú Cósmico. Loas, cambiemos el presente y el futuro moviendo los astros. Exijo vudú Cósmico, vudú Cósmico, vudú Cósmico para Ychi.

La manera en que se dibuja esta novela va de la mano con su estructura: Édgar Omar Avilés hace una cartografía de multiuniversos para plantear las posibilidades de existencia de Ychi en dimensiones paralelas de nuestro propio planeta, aunque en temporalidades distintas: Haití [donde sucede la historia de los padres de Ychi, y de alguna forma se determina su destino]; Rusia [donde coexisten personajes hechos de origami]; Japón [una especie de limbo en el que Ychi dialoga con un fantasma llamado LiPo, a la espera de la muerte o la resurrección]; España [en la época de 1820, donde Ychi es un mago y científico] y un espacio virtual, innombrado, en el que siempre es Invierno, y los personajes que lo habitan son partícipes de un juego en el que, al parecer, sólo uno de ellos sobrevivirá. En todas ellas hay una misión en común cuyos participantes funcionan a manera de piezas en un tablero cósmico: sin saberlo, sus actos servirán para restaurar el orden de los astros a los que la madre de Ychi acudió en un acto de furia contra la infidelidad de su esposo, convirtiendo a su hijo en un zombi.

En estos cinco mundos confluyen la magia, la enfermedad, la realidad virtual, la metafísica, la filosofía, las atmósferas etéreas, y llama la atención, particularmente, el Mundo de Papel, pues cada que entramos a esa esfera vital, por llamarlo de alguna manera, impera la exploración de los sentidos: los colores, las texturas, la fragilidad o la persistencia de la gran diversidad matérica con que Édgar Omar Avilés la construye, le da una riqueza orgánica que además se relaciona con la identidad de cada personaje.

Dentro de esta estructura, en donde cada capítulo está ligado a otro por saltos para contar un momento distinto en la historia de Ychi, hay un elemento narrativo que me parece relevante: Édgar se preocupa por determinar con un lenguaje específico cada modalidad de tiempo y espacio, tomando en cuenta no sólo los juegos con el uso de distintas personas gramaticales, sino incluyendo recursos dramáticos, como los momentos en los que se dirige al público como si uno fuera espectador real y siguiera, en vivo, los actos misteriosos de Ychi en su faceta de mago y resucitador de muertos:

Miren ustedes a ese anciano. Se llama Ychi y viste un saco arrugado y un sombrero de copa roto. Vean cómo sonríe mientras recibe un real de cada obrero que busca olvidar su infortunio por un par de horas.

A la vez, como si esto no fuera suficiente para hacernos vislumbrar la poliexistencia del personaje, hay un elemento que da un tono distinto al libro como conjunto. Si bien su esqueleto obedece al de una novela, hay, como división de cada capítulo, una propuesta de minificción en la que se plantea, a manera de viñeta, otra forma de asomar, justamente, a Las otras vidas de Ychi: pincelazos sutiles, a veces poéticos y juguetones; a veces concretos y descarnados, llenos de elementos que quizá parezcan nimios pero determinantes para que el destino de un cangrejo, del humo de un cigarrillo, o incluso la transfiguración de entidades de naturaleza diversa, se lleve a cabo o no.

Sin temor a estropear la sorpresa o el asombro del lector, me atreveré a sugerir que esta historia, enhebrada en un enigma que se resuelve al unir los puntos de cada uno de los pasillos de sus apartados, formula una delicada pregunta al final del laberinto: ¿cuál es la verdadera vida de Ychi?

 

 

 

*Efecto vudú, Édgar Omar Avilés, Ediciones B, 2017.

Derrumbe_Concepcion Huerta
Still de «Derrumbe», Concepción Huerta

 

No te recibe la oscuridad, sino el aleteo de luces que nacen de un proyector y que parecen impulsadas por la vibración de un sonido que encapsula los cuerpos en capas de aire. Los cuerpos pierden la materialidad y oscilan entre las sombras y los haces de luz. La luz no es cualquier luz: es la luz del día filtrándose en todo lo vivo, lo que se mueve y lo que no / lo que respira y lo que no / para transfigurarla –a la luz– en sonido. Pero antes de que la atmósfera resuene, hay algo que resuena ya en la imagen y su movimiento: la literalidad de la búsqueda en los pasos sobre la hierba, atravesando el bosque: delata la intención/necesidad de extraer del cuerpo lo que sobra y atraer a él todo aquello de lo que carece: quizá un poco de otra vida: la vida de las hormigas sobre los árboles, de la esencia suspendida entre el cuerpo del cielo y una lengua negra y áspera que es el desierto.
Puede ser el silencio transfigurado en imagen; el sonido que nace de la imagen, una imagen que no suelta cabos ni estruendos, pero están ahí: las montañas y los desiertos, los edificios como montañas y las estructuras de hierro y aluminio; todo lo que es susceptible de producir -o al menos de sugerir- una onomatopeya inherente a su naturaleza: las estructuras, como los seres vivos, son organismos que resuenan, que guardan una historia en las células de los materiales que las sostienen, y los ecos de esas historias se materializan en los colores, en la erosión de sus formas, en la respuesta de sus vibraciones internas a las del ambiente que las abraza y moldea. Pero qué pasa si los sonidos no son sus sonidos, si los sonidos provienen de una fuerza que los observa, que los intuye, que los imanta como fuegos fatuos a los náufragos del desierto… Derrumbe del tiempo, de una fuerza sobre otra, tras otra. Derrumbe del material, de los cielos, de las cosas que se impregnan a su paso por la tierra /ya sea polvo/argamasa/concreto/arena. Derrumbe del eco por la mañana, cuando se puede percibir el momento en que las aves, guiadas por el sol y la neblina, buscan el refugio de los árboles. Derrumbe del estruendo al enrojecer el cielo, cuando la luna abre las fauces tras las montañas de poniente, devorando un edificio altísimo que se encumbra con la punta de algún faro que guía a las aeronaves hacia la pista que las ha de tragar hasta el subsuelo. Derrumbe de la conciencia de ser uno en otro / uno en todos: el ejercicio de desplegar las membranas oculares, los intersticios que se forman al juntar núcleos entre los pies y las manos. Derrumbe del sueño mientras miramos a los árboles pasar y no sabemos en qué noche nos encontramos. Las noches, como las que inventaba Tario, son los rostros del Universo que se muestran o se esconden a la mirada, al cuerpo del extranjero terrestre mientras espera a que todo aterrice de nuevo, a que el cielo se cierre, escame, deje de ser una espiral ominosa de fuego y fluorescencias verdes que palpitan al ritmo de un sonido largo, agudísimo, cavernoso, entrecortado de pronto, que se abre espacio entre un gusano espacial y otro, una programación y otra. Derrumbe de los circuitos de la noche enlazada en su electricidad de oro astral que no pertenece a este tiempo ni a esta cáscara de meandros dulces: primero es el bisbiseo, la insinuación de una entidad vocal que vibra mediante pulsaciones ante la alternancia de lo etéreo y lo sólido: la presencia y la esencia del cuerpo, la identidad, el individuo y lo que lo justifica como ente social: Derrumbe de lo que habita la tierra y lo que brota / se desprende de ella como el sonido del cuerpo y de la máquina / como si se tratara de una transmutación de esencias alquímicas si se piensa que para que esto que está naciendo, esto que se escucha, exista, debe atravesar sensores, códigos y cables mediante la manipulación –humana– de botones y palancas diminutas guiadas por la intuición de quien hace que el sonido brote como brota el vapor de las esferas de fuego subterráneas, como brota el deseo de atravesar carreteras y conocer otros entornos, otros rostros, otras esencias antes del Derrumbe. Pero las esencias se descomponen / como los cuerpos / como cualquier entidad orgánica y como lo que no está vivo: hay un Derrumbe en la materia, porque está impregnada de las historias de lo que crece a su alrededor, porque se construye con la energía que nos alimenta, porque toda energía constituye un ciclo, una espiral que grita, tiembla, implosiona y explota para generar el Derrumbe que se antepone al estruendo sonoro y visual: un estruendo que nace desde el fondo de la garganta y se imanta al que nace del fondo de las cintas, los poros de la imagen, el calor de las máquinas y nos envuelve, como nube de metal, como hálito de dragón, para hacernos sentir que hay algo entre todos los cuerpos que nos hace voltear a ver el misterio subterráneo: el misterio de lo que duerme en el fondo del Derrumbe antes de regresar al caos vaporoso del silencio.

 

 

*Híbrido textual a partir de la presentación de Derrumbe, el 16 de julio del 2015, en el Centro Cultural España, como parte del ciclo «Articulaciones del Silencio», curado por Fernando Vigueras.

 

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