Notas sobre la construcción de lo fantástico mexicano [en el siglo XXI] I:

Los niños de Arkham y otros cuentos extraños, de Miguel Antonio Lupián Soto (Lengua del Diablo, 2015) 

arkham

Aunque estos cuentos fueron escritos al mismo tiempo que los que conforman La maniobra de Heimlich, me parece que fue un acierto compilarlos como un núcleo aparte, ya que la extrañeza que hay en ellos no se hermana precisamente con la que se plantea en los personajes de La maniobra

En este caso, su autor hace evidente una mirada que subyace en nosotros, en nuestra historia de vida, en aquello que ha determinado muchas de las visiones y tareas que hemos asumido como destino, pero que vibraban en nuestro inconsciente desde el principio de nuestra existencia, y por principio, no me refiero sólo a la primera infancia o a la vida nonata, sino a ese tiempo que no se siente, pero que está detrás de la mayoría de nuestros actos: el origen de la esencia primigenia que determina esas características de uno mismo, y que confrontan, conflictúan y se vuelven incomprensibles no sólo para quien las vive, sino para aquellos que conviven con esa sombra de uno. De alguna forma, ese rastro de tiempo antes del tiempo me hizo pensar en aquello que planteaba Platón sobre la dualidad de la realidad inteligible y la realidad sensible, en tanto que el mundo de las Ideas es una realidad donde habita el verdadero ser, y el otro, el mundo visible o de las cosas, es la realidad en la que nos movemos, cuya existencia se puede verificar a través de la materialidad que nos rodea. Y esta especie de metafísica puede vislumbrarse a través de algo tan sencillo en planteamiento y escritura como lo es la del cuento que da título al libro [“Los niños de Arkham”], quizá el más perturbador de este conjunto por la dualidad que representan sus personajes: la persistencia, la vitalidad de las sombras: los restos de esas otras vidas, de esos otros que hemos sido en dimensiones ajenas, en tiempos que percibimos gracias a la función de antena radial que tiene la literatura, y en gran medida, el ejercicio de la imaginación. Ello no implica que sólo quien imagina sea capaz de percibir estas sombras, estas apropiaciones de lo otro en cuerpos terrenales, pero creo que sí es más fácil comprender su existencia y asimilarla cuando se acepta el acuerdo tácito -en la relación lectura / la escritura- de tomar por cierto lo que se presenta ante nuestros ojos, pues este acuerdo [un tanto fáustico] y esta capacidad de imaginar, eliminan límites y prejuicios en la percepción de las diversas realidades en las que, a veces conscientes y a veces no, nos desplazamos. A este desplazamiento yo le llamo patinar en la hojuela, y después de leer no sólo este libro, sino la mayoría de lo que Miguel ha escrito, me parece que él, a través de sus personajes, también lo hace: patina, va y viene sobre una capa quebradiza de una materia de consistencia diversa sin perder el anclaje con el mundo que le permite transcribir lo que percibe con sus múltiples ojos, porque a estas alturas, es obvio que Miguel y su sombra tienen ojos en cada uno de sus tentáculos.

Si hay algo que me conecta con este acérrimo lovecraftiano, es la agilidad con la que sus descripciones, muchas de ellas caladas en rasgos poéticos [su nombre reptando el viento… / su nombre desgajando los cerros… / la ciudad flotaba en un mar de negrura… / el paladar se convirtió en una cueva de terciopelo / una miríada de puntitos iridiscentes parpadeó en su cerebro…], atrapa, literalmente, a quien bucea en sus historias. Y se bucea -porque siento que así se mueve uno entre ellos-, porque además, siempre hay algo líquido (por cierto, uno de los elementos predilectos del terror o de lo extraño) en sus ambientes.

Hay también en su esencia escritural un gusto por el loop y el trastrocamiento del tiempo, algo que en lo particular me resulta fascinante porque implica esa sensación de movimiento e inmaterialidad que hace posible el cambio de escenario, de mundo, de perspectiva, del encuentro de los personajes con sus otros posibles yos. Por supuesto, es inevitable pensar en el juego del döppelganger, pero con un cambio de reglas y sobre todo la principal, que implica la muerte si uno llega a encontrarse con su doble. En estos cuentos la muerte no radica ahí, y sin adelantar nada, sólo diré que la noción del döppelganger –en varias de sus acepciones además de la existencia del doble- es detonador clave para que el caos natural de esta simultaneidad de personajes y tiempos acontezca.

Acontece el caos, la transmigración de tiempos, de entidades, y el horror. Quizá uno de los mayores aciertos de Miguel para hacer funcionar el choque de la irrupción, sea precisamente que la mayoría, si no es que todas sus historias, se desarrollan en ciudades, casas, calles, noches, tristezas, furias, ambientes cotidianos o conocidos –el anclaje que mencionaba antes; el parámetro de aquello a lo que “oficialmente” pertenecemos– que se ve fragmentado, poco a poco, por el elemento de lo terrible, de aquello que hace mover la conciencia para darse cuenta de que algo no está bien…

Y entre eso que no está bien, es posible encontrar varias constantes además de la monstruosidad que emerge del hábitat acuático, y que, por cierto, aunque tiene señas que llevan la inmediata referencia del kraken, nunca se define, nunca se le da un nombre o una particularidad que le haga identificable, lo cual hace más fuerte y terrible su presencia, pues no se sabe qué está atacando a los personajes. Creo que ése es uno de los emblemas literarios de Lupián: el horror de la presencia anónima, saber que hay algo, aunque no se sepa qué es (basta pensar en el título de otro de sus cuentos y uno de sus libros: El visitante, para entender un poco más cómo aborda este tipo de horror que caza con lo psicológico y lo físico). Ello y el constante encuentro con umbrales / gusanos de tiempo y realidades paralelas: la posibilidad de dos versiones de la misma historia en una dimensión con características semejantes, pero en las que detalles específicos determinan el curso de una y otra realidad, de una y otra sombra.

Ahora bien, antes de olvidarme de la sensación que me provocó este libro, mentiría si no dijera que desde que leí el título, hice una conexión automática con La cruzada de los niños, de Marcel Schowb; El señor de las moscas, de William Golding, “Los niños del maíz”, de Stephen King, y la tribu de los niños perdidos, en Peter Pan de James Barrie. Aunque son obras que tratan asuntos distintos, me atrevo a decir que sí hay un punto donde entrecruzan, más allá de la evidente referencia a los niños como personajes principales, y me refiero a la cualidad ominosa que destella en la cuestión ambivalente que radica en la infancia, pues la infancia es, para mí, ese punto intermedio en el que la materia humana es susceptible de adherirse al bien y al mal sin cuestiones morales, sino simplemente como experiencias de la condición humana.

Epílogo / Nota personal

Hablando de cuestiones específicas, me parece que “El viejo de los libros” funciona muy bien como prólogo de “Emergen”, texto antiapocalíptico del apocalipsis [aquí volvemos irremediablemente a ese otro yo que creo que todo narrador de lo fantástico, el horror y la imaginación, tiene: la cinefilia. La retroalimentación entre cine y literatura. Aquí, por ejemplo, es notable la alusión a la escena de Contagio para especificar que no es así como empieza el fin del mundo]: en ambos está presente la figura del librero, este librero de viejo, una especie de chamán que sabe lo que uno debe estar buscando… En mi muy particular lectura, encontré la presencia de Emiliano González de una forma muy curiosa si se piensa en él como este proveedor de las obras mágicas que menciona a lo largo de sus múltiples ensayos –sus ensayos como cajas chinas- sus recomendaciones de autores y títulos a los que acudimos para encontrar siempre más referencias a otras expresiones artísticas.  Y estas referencias están, a veces notables y a veces sutiles, bordadas entre el misterio, el abismo de los libros, códigos por descifrar, claves, cruceros, portales… a lo largo de los textos que conforman Los niños de Arkham y otros cuentos extraños; textos que además llaman la atención por su no-uniformidad, por su no-unilateralidad en tono, extensión y forma, por sus juegos de palabras, por referencias a otros personajes, a otros libros, a otros autores. Por perturbar la mirada y los sentidos para hacernos descubrir, por ejemplo, que aquí también hay dioses de terciopelo.