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alteraciones del psicosoma

Apuntes para reinventar lo ficcionado (o interpretar lo ficcionable)

mes

marzo 2013

La estampa de un hombre ilustrado

 

Hay artistas que encuentran en la carnalidad de su propio cuerpo el mejor campo de exploración para entregarse al mundo.  De ahí la tradición del performance que inició con los happenings; el redescubrimiento del spoken word que nació con los Beats; la intervención de espacios públicos que quizá nació con pintas políticas y que ha sido nutrida con poesía mural, esculturas, grafittis, mensajes personales, y desgraciadamente hoy día, con rasgos de la violencia derivada del narcoterrorismo. En cuanto al uso del propio cuerpo como espacio de manifestación artística, en México existen dos figuras que me parecen de lo más significativas: Marcos Kurtycz y el colectivo SEMEFO, este último, precisamente, el que tiende el puente hacia Ray Bradbury. ¿Pero qué tiene que ver todo esto con la literatura y particularmente con Bradbury?, se preguntarán. Quizá la relación que propongo gire en torno a una experiencia muy individual, pero ahí va: la primera exposición del SEMEFO se hizo en La Panadería (galería que hoy ya no existe, pero que se mantuvo activa a mediados de la década de los noventa como espacio de tendencias alternativas en la Ciudad de México), y consistió en una instalación de pieles tatuadas estiradas en bastidor para mantener la forma del dibujo y algunas mantas con la estampa de los cadáveres después de habérseles realizado la necropsia. La exposición se llamó Dermis, y, curiosamente, la impresión que me causó se convirtió en fascinación gracias a mi lectura previa de El hombre ilustrado. ¿Cómo algo tan morboso puede relacionarse con Bradbury?, seguirán preguntándose.  Creo que no es la intencionalidad creativa del SEMEFO y la de Bradbury la que se relaciona, si no la vitalidad inherente a lo visual que a mí me transmiten ambas lecturas: al enfrentarme a los tatuajes en las pieles muertas, el shock se fue desvaneciendo cuando advertí que la imagen se mantenía viva y su significado seguía latente aunque el cuerpo al que había pertenecido ya no existía, y, conforme me atrevía a mirarlos con detalle, fue automática la conexión con este personaje que, aparentemente, es condenado por el sortilegio de la hechicera del futuro, pero que en realidad, no hace más que cumplir con el sino que le ha sido revelado por ella; el sino de fungir como medio para dar vida a los personajes tatuados en su piel. ¿Y, qué es un escritor (o, aventurándome un poco más, un artista) si no el médium que comunica un mensaje venido no sabemos de dónde, o para qué, pero que se transforma en algo tan concreto como una imagen portadora de una historia? Hay algo más: durante mi descubrimiento de El hombre ilustrado, la armonía que existe entre lo contado y lo plástico fue constante la sensación de estar frente a un hombre/cómic, pues no hay que olvidar el énfasis que el propio personaje hace sobre su situación: “Había visto el letrero al lado del camino. ¡ILUSTRACIONES EN LA PIEL! ¡Ilustraciones, y no tatuajes! ¡Ilustraciones artísticas! Y allí había estado, toda la noche, mientras las mágicas agujas lo mordían y picaban como avispas y abejas delicadas”.  Se trata de ilustraciones que, cuadro a cuadro cuentan una historia y que incluso se convierten en otra; imágenes que cosquillean, no sólo sobre, si no bajo la piel, como la idea, la figura, el suceso, el personaje que se mueve dentro de nosotros durante su gestación  hasta que logra brotar convertido en el cuento al que estaba predestinado. He ahí que El hombre ilustrado representa para mí la carnalidad que conlleva no sólo el acto físico de la escritura, si no todo el proceso molecular en el que interviene nuestro propio cuerpo para lograr el nacimiento de cada uno de los entes de los que somos portadores, y que, a través de la tinta (ya sea impresa o electrónica) vamos develando, al igual que el tatuaje cuando va cobrando forma sobre la piel.

A propósito de la nonata crítica literaria

Esta nota surgió a partir de una reflexión de Manuel Barroso en la revista Penumbria, resultado, a su vez, de una «reseña crítica» de Domínguez Michael sobre la novela La torre y el jardín, de Alberto Chimal.

No había leído la reseña de Christopher Domínguez Michael y peor aún, no alcancé a traerme ejemplar (a Ecuador) de La torre y el jardín, pero, por muchos altibajos o irregularidades que un escritor pueda tener durante la construcción de su obra, dudo bastante sobre lo que dice este señor al respecto de la novela de Alberto. Y no por los lazos de amistad, respeto y lecturas y gustos sobre otras cosas que compartimos, sino porque en la nota que hace este hombre es evidente su desconocimiento de la literatura fantástica y sus derivaciones o subgéneros. Desde ahí me di cuenta de que CDM no escribió una reseña crítica sobre la novela, pues según yo, un crítico literario debe documentarse no sólo con los datos biográficos y algunos títulos del autor que va a tratar, sino que debe hacer una investigación sobre el tema, el estilo de su obra, el contexto teórico y literario al que pertenece, las influencias obvias y las sugeridas; en fin, un montón de trabajo que, como bien dices, sólo puede hacer un apasionado de la obra que va a analizar. E incluso si la obra no es del gusto del crítico, su trabajo es hacer todo lo anterior y hablar de ello, de lo positivo y lo negativo en el ejercicio narrativo del autor, de la aportación que su obra genera a la tradición literaria a la que pertenece,  de lo que interesaría al lector con determinados gustos. Sin embargo, es obvio que CDM hizo una lectura prejuiciada y una nota demasiado subjetiva en la que se deshace en sarcasmos, berrinches y listados de todo lo que no le gustó del libro, lo cual, al no aportar nada a quien no lo ha leído, sólo evidencia una especie de frustración del “crítico” por no haber podido ser escritor, y un enojo tremendo hacia la capacidad de imaginar, inventar, crear, proponer y subvertir. Al momento de establecer peyorativamente que la literatura fantástica es una cuestión infantil y que por ende Alberto es infantil al seguir insistiendo en dar fuerza a este tipo de literatura con su obra, el propio CDM se está autolimitando al sugerir que imaginar sólo es de niños, y que uno, al crecer y formarse como adulto, debería madurar y dejarse de esas cosas, y más todavía si se dedica a escribir. Esto, por demás absurdo y convencional, me parece de lo más normal en un hombre tan racional e ignorante como Domínguez Michael, pues si se tomara en serio su trabajo de crítico literario, sabría que hoy día la literatura fantástica ha debido transfigurarse nominalmente en otros conceptos de acuerdo a la intención del autor que la ejerce, pues por desgracia, popularmente se relaciona a lo fantástico sólo con aquello que puebla el imaginario infantil más básico (dragones, magos, hadas y princesas), sin tomarse en cuenta los conflictos teóricos que determinaron su fundación, por decirlo de alguna manera. Incluso a mí me ha pasado muy seguido, que cuando me preguntan sobre lo que escribo y trato de explicar qué es lo que hago, inmediatamente me dicen “ah, es para niños”, y yo, tratando de no confundir a la persona sigo explicándole de lo que se trata, y sólo terminan diciéndome “órale, suena raro”. Y yo me quedo dudando si habré despertado en esa persona por lo menos la inquietud de averiguar  cómo nació lo fantástico y la historia literaria que ha ido forjando. Por ello es fácil advertir que la lectura de CDM ha sido de lo más superficial y que incluso parece haberse obligado a sí mismo a leer algo que no le gusta. Es ahí donde erra en su supuesta labor de crítico, y tú hablas también de ello: si un libro no te gusta, no escribes sobre él desde un pedestal público, con una supuesta autoridad para juzgar lo que está bien o mal escrito. Actitudes como ésta hacen comprensible la angustia que sientes (y que comparto) sobre la crítica literaria en México. Es más, yo diría que no existe. Si existiera, habría (circulando por todo el país) un montón de estudios, ensayos, investigaciones,  donde se hable de lo que está sucediendo con la literatura mexicana actualmente, y mejor aún, desde hace medio siglo. Pero, ¿qué es lo que pasa? Que los autodenominados críticos literarios pretenden que es suficiente hacer reseñas, artículos periodísticos y breves notas sobre las novedades editoriales de sus amigos o de las editoriales con las que les conviene quedar bien o hacer quedar mal, olvidándose de estar al tanto, leer e investigar sobre la innumerable producción literaria de todo el país. ¿Por qué? En este caso hay dos explicaciones: la primera es que no hay que olvidar que Christopher Domínguez Michael es heredero de la misma actitud mafiosa que dirigió Paz durante su mandato sobre la literatura mexicana (hacer brillar a los que mantenían la línea e ignorar a los que proponían algo distinto –¡cómo se atrevían a proponer vanguardias que él no hubiera inventado!-, y la segunda es que tampoco hay que olvidar que CDM se desenvuelve en el medio institucionalizado del amiguismo, de lo políticamente correcto, de las conveniencias, etcétera. ¿Por qué no existe la crítica literaria en México? Porque quien dice lo que piensa en el sistema cultural que rige a la literatura mexicana corre el peligro de quedarse solo, de ser calificado de envidioso, de renegado social, de mal portado. Porque quien tiene argumentos para demostrar teórica y artísticamente que un texto está mal escrito y lo dice, tiende a ser «el contreritas», a quedarse sin becas, sin premios, incluso sin trabajo. Por eso insisto: Christopher Domínguez Michael no ha escrito una crítica literaria sobre La torre y el jardín, sino que ha develado su miedo a lo desconocido, a lo arriesgado, a lo otro; o quizá, a aceptar que se reconoce en el lado extraño, imaginativo y por ende transgresor y algo oscuro de la literatura que también (y eso es lo que más les cuesta trabajo reconocer a todos los que se encierran en grupúsculos y creen que son los dueños del erario público literario) se escribe en México.

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