Hay artistas que encuentran en la carnalidad de su propio cuerpo el mejor campo de exploración para entregarse al mundo. De ahí la tradición del performance que inició con los happenings; el redescubrimiento del spoken word que nació con los Beats; la intervención de espacios públicos que quizá nació con pintas políticas y que ha sido nutrida con poesía mural, esculturas, grafittis, mensajes personales, y desgraciadamente hoy día, con rasgos de la violencia derivada del narcoterrorismo. En cuanto al uso del propio cuerpo como espacio de manifestación artística, en México existen dos figuras que me parecen de lo más significativas: Marcos Kurtycz y el colectivo SEMEFO, este último, precisamente, el que tiende el puente hacia Ray Bradbury. ¿Pero qué tiene que ver todo esto con la literatura y particularmente con Bradbury?, se preguntarán. Quizá la relación que propongo gire en torno a una experiencia muy individual, pero ahí va: la primera exposición del SEMEFO se hizo en La Panadería (galería que hoy ya no existe, pero que se mantuvo activa a mediados de la década de los noventa como espacio de tendencias alternativas en la Ciudad de México), y consistió en una instalación de pieles tatuadas estiradas en bastidor para mantener la forma del dibujo y algunas mantas con la estampa de los cadáveres después de habérseles realizado la necropsia. La exposición se llamó Dermis, y, curiosamente, la impresión que me causó se convirtió en fascinación gracias a mi lectura previa de El hombre ilustrado. ¿Cómo algo tan morboso puede relacionarse con Bradbury?, seguirán preguntándose. Creo que no es la intencionalidad creativa del SEMEFO y la de Bradbury la que se relaciona, si no la vitalidad inherente a lo visual que a mí me transmiten ambas lecturas: al enfrentarme a los tatuajes en las pieles muertas, el shock se fue desvaneciendo cuando advertí que la imagen se mantenía viva y su significado seguía latente aunque el cuerpo al que había pertenecido ya no existía, y, conforme me atrevía a mirarlos con detalle, fue automática la conexión con este personaje que, aparentemente, es condenado por el sortilegio de la hechicera del futuro, pero que en realidad, no hace más que cumplir con el sino que le ha sido revelado por ella; el sino de fungir como medio para dar vida a los personajes tatuados en su piel. ¿Y, qué es un escritor (o, aventurándome un poco más, un artista) si no el médium que comunica un mensaje venido no sabemos de dónde, o para qué, pero que se transforma en algo tan concreto como una imagen portadora de una historia? Hay algo más: durante mi descubrimiento de El hombre ilustrado, la armonía que existe entre lo contado y lo plástico fue constante la sensación de estar frente a un hombre/cómic, pues no hay que olvidar el énfasis que el propio personaje hace sobre su situación: “Había visto el letrero al lado del camino. ¡ILUSTRACIONES EN LA PIEL! ¡Ilustraciones, y no tatuajes! ¡Ilustraciones artísticas! Y allí había estado, toda la noche, mientras las mágicas agujas lo mordían y picaban como avispas y abejas delicadas”. Se trata de ilustraciones que, cuadro a cuadro cuentan una historia y que incluso se convierten en otra; imágenes que cosquillean, no sólo sobre, si no bajo la piel, como la idea, la figura, el suceso, el personaje que se mueve dentro de nosotros durante su gestación hasta que logra brotar convertido en el cuento al que estaba predestinado. He ahí que El hombre ilustrado representa para mí la carnalidad que conlleva no sólo el acto físico de la escritura, si no todo el proceso molecular en el que interviene nuestro propio cuerpo para lograr el nacimiento de cada uno de los entes de los que somos portadores, y que, a través de la tinta (ya sea impresa o electrónica) vamos develando, al igual que el tatuaje cuando va cobrando forma sobre la piel.