Además de la celebración tradicional que conocemos en torno a la beática temporada navideña, existe, por fortuna, una celebración alternativa que se da en algunos medios artísticos. Particularmente en la literatura, es amplia ya la tradición de convocar concursos y antologías de cuento en donde prevalece cierta carga de sarcasmo, cinismo, acidez, tragedia; en fin, elementos antagónicos de aquello que suele ser bombardeado por las instituciones y los aparatos mediáticos para convencer a la población de que la navidad es La Época de la Felicidad, el Amor, el Cariño y la Unión con los Seres Queridos. Por fortuna, estas simulaciones populares suelen dar pie a su contraparte creativa, misma que nace muchas veces de manera involuntaria debido a la reacción espontánea que los mensajes publicitarios provocan en el espectador. De ahí la existencia de ese género (o subgénero, pues uno más en nuestra historia literaria no hará bulla) que comienza a volverse tradicional: el cuento negro de navidad; o, en ámbitos más subterráneos, de navidad oscura…  Ahora bien, no estoy enterada de las circunstancias en que Guadalupe Dueñas escribió «La sorpresa»; si acaso existía en ella la idea de la anti-navidad o si simplemente se trata de un ejercicio más de su imaginación maliciosa. En todo caso, decidí transcribirlo y mostrarlo como un hermoso ejemplo de ese género que considero debemos seguir cultivando con mucho ingenio, maldad y buen humor negro.

 

L A    S O R P R E S A

Guadalupe Dueñas

Pedro regresó de la escuela entusiasmado y febril: sabía que su madre le preparaba una sorpresa en vísperas de Navidad. Invitó a sus compañeros. Llegaron a la casa en alegre y ruidosa algarabía, entre gritos y risas: bulla que sorprendió a la mamá cuando aún no terminaba el pastel de chocolate para Pedro. Al penetrar el tumulto en la sala y contemplar el árbol descomunal que ella había decorado, hubo un silencio desconcertado. Todos quedaron pendientes de las ramas adornadas con infinidad de muñecos de todas clases y procedencias: pierrots de lujo, soldados con botonaduras de oro, flamantes caballeros, payasos, monjes, saltimbanquis, marionetas de colores… Había vistosas figuras de toreros con chaquetas relucientes como si estuviesen iluminadas, también pequeños polichinelas repartidos por aquí y por allá, títeres, bailarines, atletas, parejas de cupidos. Batmans en pleno vuelo y una fortuna en astronautas, muñecos espaciales en traje lunar… Diminutos Judas repetían su ahorcamiento. Destacaban los boxeadores simétricamente colocados. Ni una hoja, ni un gajo libre de ese árbol alucinante, casi bosque, habitado por un enjambre de seres minúsculos. Era de notarse la fiera mirada de algunos y la expresión de otros, que prisioneros en la babel de pino parecían rebelarse.

Meses, o tal vez años, le llevó a Julia reunir la colección estrafalaria.

La primera que habló fue Diana, amiga preferida de Pedrito:

— A mí no me gusta el árbol, me da miedo.

—Lo prefiero con esferas de colores —dijo Héctor.

—En casa lo adornan con foquitos —murmuró David.

Pedro guardaba silencio, sus ojos atemorizados no lograban separarse del pino. Parecía sufrir un encantamiento.

—¿No se esperan al pastel? —preguntó Julia al verlos encaminarse a la salida.

—Gracias, señora —dijeron tímidamente—, mejor vendremos mañana.

Salieron en estampida como si huyeran de un fantasma. Pedro permaneció frente al árbol agobiado por el peso de una fascinación indomable. Ni siquiera oyó cuando su madre dijo que el tío Jaime estaba en la cocina esperando probar el pastel.

— Parece que a los chicos no les gustó la sorpresa  —dijo Julia al regresar a la cocina.

—     Les doy la razón  —contestó el hombre—, es impresionante, verdaderamente horrendo.

—     Pues he gastado un dineral.

—     Jamás he visto algo de peor gusto. Tiene un no sé qué de espantable. Sólo a ti se te pudo ocurrir idea semejante. Hablando de otra cosa, quisiera pedirte algo.

—     ¿Qué cosa?

—     Que le permitas a Pedrito hacer un viaje conmigo.

—     ¿Un viaje? —Jaime vio que Julia fruncía el ceño.

—     Sí, en estas vacaciones.

—     Pero si jamás se ha separado de mí…

—     Precisamente por eso. Como buen hijo de viuda, el chico está pegado a tus faldas. Necesita aire —ella lo miró indignada—. Nada puedes temer, soy tu hermano y adoro a tu hijo.

—     Lo sé, pero…

—     ¡Mamá! —gritó Pedro entrando como un torbellino—, los muñecos se ríen.

Su carita estaba demudada.

—     Es que están alegres —comentó Julia, distraída, mientras batía el betún.

—     Enseñan los dientes —aseguró el niño, próximo a las lágrimas.

—     Ve y diles que les darás pastel.

Pedro se alejó. Jaime en ese momento buscaba el abridor para los refrescos.

—     Te digo que le hará bien, el muchacho necesita libertad.

—     ¡Pero si es un bebé! —exclamó ella escandalizada.

—     Tiene cinco años. Necesita la imagen de un padre.

—     ¡Tonterías! Yo soy todo para él.

—     Eso es lo malo.

—     Mamá —dijo Pedro con voz agónica, sin entrar al comedor donde ahora su madre decoraba el pastel—, los muñecos se están bajando de las ramas.

—     Cuidadito y se te ocurra descolgarlos. Me llevó horas pegarlos de los tallos. Y le susurró a Jaime:

—     Pedrito es muy capaz de descolgar los muñecos y vaciar el árbol, sólo porque a sus amiguitos no les agradó.

—     Es lo mejor que podría hacer. Yo lo aplaudo.

—     ¡Pues eso sí que no se lo permito! —exclamó Julia indignada.

—     Mira, mujer  —Jaime le mostró varias cajas de esferas de cristal plateado—. Las traje para que Pedrito decore el árbol a su antojo.

—     ¿Y los muñecos?

—     Los quemamos todos.

—     ¡Tú estás loco! Los traje de Madrid y de París y de todas partes de México.

Jaime se armó de paciencia:

—     Te doy el doble de su precio. Escúchame, hermana. Cuando miré por primera vez tu obra de arte me invadió una sensación extraña. Algo inexplicable.

—     Eres imaginativo como Pedro. Mejor dicho, mi hijo heredó tus rarezas, tus chifladuras…

—     Está bien, no insisto. Lo siento por el niño.

—     Ayúdame a poner la mesa. Cenaremos camarones con arroz y, por supuesto, pastel.

—     Como quieras.

Una nube de tristeza invadió el rostro de Jaime. Julia hubo de pedirle de nuevo que le ayudara a colocar los platos, pues su hermano parecía estar a kilómetros de distancia:

—     Pero, ¿qué te sucede, Jaime?  —se quejó la mujer.

—     No sé, perdóname —era evidente su desconcierto—. Es que esos muñecos me trastornaron.

Hizo una pausa y exclamó decidido:

—     ¡Vamos a quitarlos,  Julia!

—     ¿Lo dices en serio? —inquirió ella con extrañeza.

—     Tan en serio como si fuera ésta la última noche de mi vida.

Julia lo miró alarmada:

—     ¿Sabes que actúas lo mismo que un niño?

Jaime guardó silencio y con enorme lentitud empezó a colocar los cubiertos.

—     ¿No está precioso mi pastel?

Jaime, sin mirarlo, aprobó.

—     Está precioso.

Una pausa y como si algo lo inquietara suplicó:

—     Llama a Pedrito, que se ha hecho demasiado tarde. Recuerda que debo atravesar la ciudad para llegar a casa. Son más de las diez, nos hemos demorando platicando.

Con un impulso violento Julia levantó el pastel:

—     Voy a mostrárselo a mi hijo, le encantará.

Salió con el pastel decorado con cerezas y nueces como si fuera un trofeo. Jaime apenas tuvo tiempo de colocar un vaso cuando estalló el grito, el alarido que lanzó Julia seguido del estruendo de la bandeja de plata al estrellarse contra la pared. Voló a auxiliarla y la encontró sin sentido a unos pasos del cuerpo inanimado de Pedrito. El niño presentaba diminutas heridas en el rostro y en las manos, y sobre todo en el cuello, donde brillaban puntos de sangre fresca. Los muñecos, apilados en masa informe, pendían unos de las varas como pequeños odres hinchados, o se balanceaban otros con las fauces púrpura. Su mirar estremecedor cargado de maldad parecía regodearse en el crimen cometido. Todos habían participado en el sacrificio, todos sonreían con mueca de réprobos

.

Jaime cerró los aterrados ojos del niño, por cuyo rostro inocente corrían hilos de sangre. Como demonio, enloquecido, pateó los despojos de bailarines y boxeadores y payasos. Rodaron los miembros de los muñecos macabros. Sus gritos y sollozos acompañaron el estrago de aquella estampa infernal cuyo suceso era tan incomprensible que  superaba  el misterio. Con furia indetenible agarró el pino con sus guiñapos sangrientos, y los arrojó por el ventanal que estalló entre vidrios y coágulos.

Antes_La sorpresa

De Antes del silencio, México: Fondo de Cultura Económica, letras mexicanas, 1991.